Han pasado seis meses ya. En cada espacio al que acudo me encuentro a algún panista, afiliado militante, adherente o simpatizante, o ya cuando menos algún anti-AMLO. La plática propuesta de manera irremediable e inmediata es –no los entiendo- acerca de Andrés Manuel López Obrador y sus actos post-2 de julio. Que por qué tomó Reforma; qué por qué no se calla y deja de perder capital político; que de éste ya nada queda; que está entorpeciendo la buena marcha del país; que está loco y junto con él los que todavía lo seguimos; que ojalá nos lleve la chingada a todos juntos para bien de la nación. He llegado a la conclusión de que quienes lo mantienen en alto, no somos quienes estamos con él sino sus detractores. Son ellos quienes lo mantienen vigente en las conversaciones. Un día sostuve que tanto odio hacia el me parecían más bien amores despechados. En fin. Pero al día siguiente encuentro nuevamente panistas dispuestos a echar fuera sus contenidos rencores y parecen no encontrar paz en sus propios interiores. Llego a otra conclusión: sus demonios internos no los dejan en paz. No es AMLO el causante total del infierno que los persigue a todos, empezando por Felipe Calderón y llegando hasta al más ignorado de sus simpatizantes o seguidores.
No, AMLO es sólo un ingrediente de ese explosivo coctel que llevan dentro. Y lo peor es que no lo saben, no han sabido atrapar bien a bien la causa de su rabia, de su frustración. La frustración de haber ganado. La vergüenza del triunfo. Odian a AMLO porque no hizo lo que Cárdenas: sentarse a lamentarse de haber sido robado. Lo odian porque no les ha permitido celebrar un éxito que reconocen inmerecido, inexistente y, peor aún, desnudado.
Pero odian más a Felipe Calderón Hinojosa y a su equipo que no fue lo suficientemente hábil para hacer una trampa lo bastante inteligente y pulcra que no dejara dudas ni entre los mexicanos ni entre el resto de las
naciones. Una trampa que fuera suficiente para garantizar la cohesión de México. Una trampa que ellos mismos pudieran creer, digerir, asumir, presumir. Odian más a Felipe Calderón y no se dan cuenta, porque por culpa de su torpeza no han podido borrarse del rostro, de la piel, una vergüenza que les aflora al tocar el tema y buscan en los seguidores de Andrés Manuel el blanco que creen perfecto para culpar a otros de su propio triunfo. Nunca en ningún lado tantos se han avergonzado tanto de haber ganado.
Eso es lo que realmente nos dividió. Un triunfo pírrico. Un triunfo con sabor a vergüenza que los persigue a diario y –a semejanza de las mentadas de la infancia- cada vez que respiran. Andrés Manuel viene haciendo lo lógico, decente y congruente: proponer, plantear alternativas, ser vigilante del ladrón, convertirse en contrapeso efectivo al estilo de las democracias avanzadas del mundo. A los tramposos no los ha desnudado López Obrador, se han desnudado solos ante los ojos del país y los viene desnudando Felipe Calderón, en cada spot televisivo, en cada mención radiofónica, en cada desplegado de prensa. A diario y a cada minuto Felipe Calderón les recuerda la vergonzosa forma en que le arrebataron al país la esperanza y el derecho a una democracia que hoy se advierte, al igual que la justicia, esquiva y distante.
Y entonces surge el rencor, el odio, el encono. Y se agiganta con cada minuto que pasa y en medio de la confusión, generada por los medios bajo control del Estado, al verdadero causante de su vergüenza. A quien les dejó el amargo sabor de la insatisfacción, de un deber no solamente no cumplido sino traicionado. Me pregunté mucho y muchas veces lo mismo: ¿si los enojados deber ser los despojados, por qué son los ladrones quienes no hallan la paz? ¿Por qué se enfurecen al grado de transformar sus rostros? ¿Por qué tanta ira no contenida al hablar del perdedor si son los ganadores?
Creo haber encontrado una de las respuestas: en el fondo de sus seres aún albergan algo de vergüenza que se rebela. Y en esa rebelión odian y ese odio no encuentra, entre tantos fantasmas que los persiguen, al causante real de su desesperación. Y el causante es, como en la mejor trama detectivesca, el menos sospechoso: un triunfo que les avergüenza; un triunfo que les quita el sueño; un triunfo que saben no merecen.
Nunca en la historia del país tantos dedicaron tanto a pretender sepultar a un derrotado.
Será que saben que nunca lo vencieron.
No, AMLO es sólo un ingrediente de ese explosivo coctel que llevan dentro. Y lo peor es que no lo saben, no han sabido atrapar bien a bien la causa de su rabia, de su frustración. La frustración de haber ganado. La vergüenza del triunfo. Odian a AMLO porque no hizo lo que Cárdenas: sentarse a lamentarse de haber sido robado. Lo odian porque no les ha permitido celebrar un éxito que reconocen inmerecido, inexistente y, peor aún, desnudado.
Pero odian más a Felipe Calderón Hinojosa y a su equipo que no fue lo suficientemente hábil para hacer una trampa lo bastante inteligente y pulcra que no dejara dudas ni entre los mexicanos ni entre el resto de las
naciones. Una trampa que fuera suficiente para garantizar la cohesión de México. Una trampa que ellos mismos pudieran creer, digerir, asumir, presumir. Odian más a Felipe Calderón y no se dan cuenta, porque por culpa de su torpeza no han podido borrarse del rostro, de la piel, una vergüenza que les aflora al tocar el tema y buscan en los seguidores de Andrés Manuel el blanco que creen perfecto para culpar a otros de su propio triunfo. Nunca en ningún lado tantos se han avergonzado tanto de haber ganado.
Eso es lo que realmente nos dividió. Un triunfo pírrico. Un triunfo con sabor a vergüenza que los persigue a diario y –a semejanza de las mentadas de la infancia- cada vez que respiran. Andrés Manuel viene haciendo lo lógico, decente y congruente: proponer, plantear alternativas, ser vigilante del ladrón, convertirse en contrapeso efectivo al estilo de las democracias avanzadas del mundo. A los tramposos no los ha desnudado López Obrador, se han desnudado solos ante los ojos del país y los viene desnudando Felipe Calderón, en cada spot televisivo, en cada mención radiofónica, en cada desplegado de prensa. A diario y a cada minuto Felipe Calderón les recuerda la vergonzosa forma en que le arrebataron al país la esperanza y el derecho a una democracia que hoy se advierte, al igual que la justicia, esquiva y distante.
Y entonces surge el rencor, el odio, el encono. Y se agiganta con cada minuto que pasa y en medio de la confusión, generada por los medios bajo control del Estado, al verdadero causante de su vergüenza. A quien les dejó el amargo sabor de la insatisfacción, de un deber no solamente no cumplido sino traicionado. Me pregunté mucho y muchas veces lo mismo: ¿si los enojados deber ser los despojados, por qué son los ladrones quienes no hallan la paz? ¿Por qué se enfurecen al grado de transformar sus rostros? ¿Por qué tanta ira no contenida al hablar del perdedor si son los ganadores?
Creo haber encontrado una de las respuestas: en el fondo de sus seres aún albergan algo de vergüenza que se rebela. Y en esa rebelión odian y ese odio no encuentra, entre tantos fantasmas que los persiguen, al causante real de su desesperación. Y el causante es, como en la mejor trama detectivesca, el menos sospechoso: un triunfo que les avergüenza; un triunfo que les quita el sueño; un triunfo que saben no merecen.
Nunca en la historia del país tantos dedicaron tanto a pretender sepultar a un derrotado.
Será que saben que nunca lo vencieron.
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